lunes, 21 de julio de 2008


Capítulo XVI



Custodiado por los esbirros, aguardaba, más afligido que asustado, la vista con el Justicia Mayor de la ciudad. De camino hacia el edificio del Tribunal, había preguntado varias veces a mis captores por el motivo de mi apresamiento, pero ellos se habían limitado a contestarme con un seco "sigue caminando y no preguntes" al tiempo que me azuzaban, amenazantes, con sus armas. La estancia estaba decorada muy austeramente: un poyo de piedra, donde me encontraba sentado, dos sillas y una vieja mesa, sobre la que mis guardianes echaban suertes lanzando unas piedras talladas y con inscripciones que, a esa distancia, no podía reconocer.
No dejaba de darle vueltas a la horrible idea de sentirme traicionado, herido en mi espíritu. Tampoco podía creer que tan bella criatura hubiese podido tramar tan mezquino plan, o que hubiese entrado a formar parte de él. Pero lo que más inquietud me provocaba era intentar averiguar el por qué, qué interés habría por parte de los gobernates de la ciudad en apresarme o qué falta, delito o acto considerado como transgresión de sus leyes había cometido para verme en semejante situación como en la que me veía en ese momento. Posiblemente mis dudas serían despejadas en breve por el Justicia Mayor quien, como todos los hombres que se auto consideran importantes, me estaba haciendo la espera lo más larga posible, sin duda con el fin de ver surgir en mí el nerviosismo de la impaciencia o de la desesperanza.
Concentrado en las enseñanzas recibidas en el templo, recordaba estas palabras:
"Aquí has recibido el conocimiento necesario para salir al mundo. No obstante, recuerda, para completar definitivamente tu instrucción, deberás detenerte en la ciudad sin nombre".
A continuación vinieron los consejos acerca de la casa y las advertencias contra ladrones y mercaderes. Y después, ahora lo recordaba, leí unos manuscritos antiquísmos que versaban sobre asuntos de la vida cotidiana:

"...Porque los labios de la extraña destilan miel y más untuoso que el aceite es su paladar
pero su desenlace es amargo como el ajenjo, agudo como una espada de dos filos.
Sus hermosos pies descienden a la muerte, en el abismo desembocan sus pasos.
No considera la senda de vida, sus veredas se desvían, no las conoce...
... aleja de ella tu camino y no te acerques a la puerta de su casa..."*

Esto decían, entre otras cosas, las palabras escritas por un sabio rey de la antigüedad remota, rey poderoso y amante de la justicia.
Justicia... la puerta de la cámara se abrió. Era el momento de saber qué había ocurrido o de, al menos, enterarme del por qué de mi apresamiento.


* Proverbio de Salomón.

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