martes, 15 de julio de 2008


Capítulo XIV



Paciencia: este concepto me fue enseñado en el templo a base de presentar ante mí duras pruebas, las cuales hube de superar con entereza y constancia y, sobre todo, exactamente con eso: paciencia. De todas ellas salí airoso, no sin grandes dificultades y padecimietos que pusieron en peligro el éxito de la instrucción que debía asimilar. Al principio quise abandonar y
también, más tarde, varias veces, pero al ver que los resultados obtenidos a largo plazo eran más beneficiosos que otros producto de la inmediatez, una fuerza resistente y compacta iba creciendo en mi espíritu, iba amortiguando el impulso de otra fuerza, potente pero incontrolada, instintivamente animal y por lo tanto, primaria en su origen (muchas veces me planteo si esta fuerza no es más pura que la domesticada por la inteligencia, aunque, indudablemente, esa misma pureza la hace nerviosa y salvaje, expuesta siempre a convertirse en una explosión de brutalidad o de mero desprecio hacia el resto de los que comparten el terriorio común). Es por esto que conseguí superar tales pruebas, porque puse en equilibrio mis fuerzas primaria y evolutiva, consiguiendo contener mis impulsos y que la paciencia dominase al animal agazapado en algún lugar recóndito de nuestro ser.
Debía hacer algo por volver a encontrarme con la bella mujer... ni siquiera sabía su nombre, ni tampoco dejó señas por las que guiar mis pasos hacia ella. En vano trataba de encontrarla, esquivando las miradas de los habitantes de la ciudad, no sé si ladrones, mercaderes o simples viandantes: todos me perseguían durante unos instantes con sus ojos, señalando al extranjero... o quizás habían notado en mi rostro la expresión del amor, delatando la existencia de algo codiciable en mi corazón. Pasé así varios días, terminando de arreglar la casa y saliendo de vez en cuando, en busca de una casualidad que cada vez veía más improbable.
Sin embargo, todo iba a cambiar una mañana en la que llamó a mi puerta un chiquillo cojuelo, con el pelo enredado en mil anillos, su ropa descuidada y oscura la tez, pero de sincera y honesta mirada. Sin decir nada, me dió una nota y aguardó a que le diese alguna recompensa.
- espera un momento, vuelvo en seguida.
El chico se quedó en el dintel de la puerta, apoyado en su larga muleta, cortando el naranja luminoso de la plaza con su silueta al contraluz.
-Ten; es una piedra preciosa del Templo de Cristal.
Miraba la gema alucinado, tomándola con sumo cuidado y hurgando entre sus cuasi harapos, en busca de algún bolsilllo secreto. Una vez que la consiguió poner a buen recaudo, inclinó la cabeza nerviosamente y salió a toda la velocidad que su dificultad le permitía.
Desdoblé el papel y me dispuse a leerlo, ansioso por saber sobre su contenido:


" Si quieres volver a verme, estaré a la puesta de sol debajo del Arco de la Estrella. Tu amada."




Capítulo XV


Después de un buen rato caminando entre callejas y plazuelas intentando llegar hasta el lugar de encuentro, la ciudad se terminó bruscamente en un gran terraplén: desde la altura se divisaba un profundo valle, todo lleno de grandes y grises edificios, con altísimas y humeantes chimeneas, rodeados de un racimo de casas que se iban acercando, como una hilera de hormigas subiendo cuesta arriba, hasta las murallas de la ciudad, formando un arrabal, embarullado y anárquico, de disonante uniformidad.
Un intenso y extraño olor a podedumbre y a agrio, proveniemte de las emanaciones de las chimeneas, inundaba el aire, y multitud de gente subía y bajaba por algo semejante a un camino, casi todos con algún tipo de cargamento que, bien tranportaban ellos mismos, bien lo hacían ayudados por carretas y animales de tiro. Y casi todos se dirigían hacia una puerta de la ciudad en forma de arco...
Sentí una mano en mi hombro y automáticamente giré la cabeza: no, no era ella. Por un instante creí que... pero aquellos dos esbirros no parecían dispuestos a decirme nada bello. Era la primera vez que veía lo que debía ser un arma; un arma que apuntaba directamente a mi pecho.
Entonces pensé que todo había sido un ardid para llevarme hasta allí, que ella era cómplice de alguna trama oculta que no alcanzaba a comprender. Y había utilizado la peor de las armas: enamorar a un hombre de corazón puro.
Una mezcla de tristeza profunda, desesperación y dolor, inundó mi espíritu, en nada prevenido ante tan destructiva sensación.
Paciencia. Era imposible tenerla; ninguna de las pruebas que tuve que superar durante mi iniciación, había sido tan tremenda como esta...


(continuará)

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